Sin complejos. Igualmente desiguales
by Ramón Flores
Habrán escuchado esta recurrente expresión en numerosas ocasiones en los últimos tiempos, sobre todo proveniente de líderes de la derecha española. Es una expresión muy trending donde se da a entender como una nueva consigna, como una señal de nuevos tiempos. Con una media sonrisa. Sin complejos. Como el anuncio de los años noventa del whisky DYC «gente sin complejos», gente que no tenía complejos en pedirse un pelotazo de whisky español, segoviano para más señas. Qué escocés ni escocés…
Pues la derecha española se ha puesto en modo DYC.
¿Por qué lanzan esta proclama los políticos de derecha precisamente ahora? Pues porque viene la extrema derecha. De hecho ya está aquí. Se estableció oficialmente el pasado 2 de diciembre, entrando desde el sur, pero ya estaba en la sala de espera mucho antes. El miedo a perder una posición privilegiada en el tablero del juego político nacional e internacional, hace caer caretas para no quedarse al margen.
Y es que los partidos conservadores en Europa están apostando de manera voluntaria por arrimarse más a la derecha del espectro, dejando de lado el aburrido centrismo político del que hacían gala hasta hace apenas unos meses. Sin embargo, podemos creer tanto la ciudadanía como observadores y analistas políticos que para ganar, siempre es mejor moverse hacia el centro. Allí se supone que está el votante decisivo. Pero de algún modo, esto no parece suceder así.
Dos estudios en Estados Unidos demostraron que los candidatos presidencialistas son a menudo mucho más extremistas que sus votantes promedio, a veces incluso más extremistas que la base ideológica de sus partidos.
Sin embargo, al menos en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, casi no hay penalización por ser extremista. Para decirlo sin rodeos: los candidatos pueden ser todo lo extremistas que quieran porque pueden salirse con la suya. El primer estudio, realizado por el politólogo de la Universidad de Vanderbilt, Larry Bartels, examina los datos del Estudio Nacional de Elecciones en Estados Unidos de las elecciones presidenciales entre 1980 y 2012.
Aquí nos muestra que republicanos y demócratas son más extremistas que sus votantes medios, aquellos que no son necesariamente afiliados o activos públicamente.
Entonces, ¿si los candidatos se radicalizan, pierden votos? El segundo estudio, liderado por Martin Cohen, de la Universidad James Madison, concluye que no. Los candidatos que posiblemente sean más ideológicamente extremistas, no pierden mucho voto en comparación con los candidatos más centristas, una vez que se tienen en cuenta otros factores. El estudio indica que hay «poca evidencia de una relación electoralmente importante entre el extremismo del candidato y los resultados de los votos».
¿Les suena familiar este discurso «escorado» a la extrema derecha en España últimamente?
Esto no significa que las opiniones de los políticos no tengan ningún impacto en absoluto. Pero sí que el votante medio, que no es tan ideológico, use esta corriente como un atajo para votar por sus candidatos. Y esto, a su vez, permite que los candidatos puedan captar votos de aquellos que sí tienen sus mentes radicalizadas.
Ya hemos visto lo que hizo el UKIP con Nigel Farage a la cabeza, metiendo en serios problemas al Reino Unido con el Brexit. En el resto de Europa, Italia, Polonia y Hungría ya abrieron las puertas al discurso populista de la extrema derecha.
Italia, con la «Lega Nord» de Salvini, se alinea en Europa con el grupo «Europa de las naciones y las libertades», donde está Le Pen. Del mismo modo, «Ley y Justicia», que gobierna Polonia desde 2015, se adscribe a la extrema derecha euroescéptica y anti migratoria.
Pero lo gracioso viene desde Hungría. Fidesz, de ideología ultraconservadora, nacionalista y cercano a la extrema derecha que gobierna el país desde 2010 de la mano de Orbán, ¡está adscrito al «European People’s Party»!
Un Partido Popular Europeo (EPP, en inglés) que ostenta la presidencia de la Comisión Europea con Jean-Claude Juncker y el Consejo Europeo de la mano de Donald Tusk. También poseen la presidencia y vicepresidencia del Parlamento Europeo con Tajani y Livia Jaroka, la política húngara de «origen» romaní que defiendió a la ultra derecha húngara, una ultra derecha que contaba con un brazo militar que en 2008 asesinaron a seis personas gitanas.
Pero todo esto conlleva un trasfondo más complicado. Como mencionaba anteriormente, el viraje hacia la derecha de conservadores y de algunos liberales en Europa (y en el sur de España), obedece no sólo a un sentimiento «anti» todo.
Este cambio de rumbo obedece a unas necesidades «neoliberales» del mercado. El colapso de la economía mundial y su posterior recuperación, hicieron que los gobiernos de Europa y Estados Unidos viraran a unas posiciones más radicalizadas para captar adeptos. Las influencias neoliberales llevan mucho tiempo transfigurando las estructuras sociales de las democracias occidentales. Es cierto que, como decía Umberto Eco, no volveremos a ver el show fascista del siglo pasado, con sus parafernalias y alharacas guerrilleras, y precisamente por eso, hoy la extrema derecha se disfraza de neoliberal.
Esta nueva extrema derecha no rechaza frontalmente la democracia, de hecho, su discurso se agarra a las banderas y Constituciones y en su retórica discursiva apelan al «sentido común». Todos estos ingredientes ponen en jaque a la derecha tradicional, envuelta en la ideología conservadora y al centro moderado, vestidos de liberales más modernitos.
La historia nos muestra que a veces, los patrones se repiten. En el periodo de entreguerras de la primera y segunda Guerra Mundial, los populismos radicalizados lanzaban proclamas «anti» todo como respuesta a cualquier problema. Si durante el siglo XX fue el miedo al comunismo y a los judíos, en el XXI la proclama principal es la crisis económica, culpando a los inmigrantes del receso de las economías y el terrorismo que amenaza con «islamizar» Europa, despojándola de sus valores culturales y cristianos. Si a esto le unimos unas condiciones laborales precarias y un mercado laboral reducido, es solo cuestión de tiempo que aparezca el racismo, añadiendo el ingrediente definitivo a este distinguido cóctel.
Con la izquierda ideológicamente derrotada, el neoliberalismo y el conservadurismo pueden lucir «sin complejos» el papel para los que han sido creados: defender a la clase dominante y minimizar el Estado. Andalucía es una muestra de ello. Y las elecciones europeas están a la vuelta de la esquina, así como las municipales en España.
Hay un dato importante a tener en cuenta, el Parlamento Europeo pasará de tener 751 a 705 eurodiputados, una vez que el Reino Unido abandone la Unión. Y los primeros sondeos nos muestran un auge de la extrema derecha y un receso importante del Partido Popular Europeo y el Socialdemócrata en la Eurocámara.
Con este escenario, a conservadores y liberales no les queda más remedio que sonreír y mirar hacia otro lado cuando la extrema derecha grita. Porque tras la parafernalia populista y la designación de enemigos a destruir que sirve para ganar adeptos radicalizados (ya sean inmigrantes o el feminismo), se esconde la política que no se ve. Las proclamas neoliberales que pasan desapercibidas en los programas electorales que nadie lee. Y son esas propuestas ultra neoliberales escondidas las que son tan peligrosas como el discurso de odio que va de frente como carta de presentación.
Las cacareadas rebajas de impuestos sólo refuerzan los privilegios de las rentas más altas así como de los grandes grupos empresariales, ya que los tramos fiscales se suavizarán al llegar a esos niveles. Todo eso conlleva una recaudación menor a las arcas del Estado, que a su vez repercuten en los servicios básicos de titularidad pública como infraestructuras, transportes, sanidad o educación.
Y cuando nos encontramos problemas en la oferta de servicios de públicos, sale el sector privado como divino salvador. Casualmente (no sean mal pensados), cuando surge el debate sobre la idoneidad sobre el copago sanitario, los hospitales públicos empiezan a colapsar, entonces aparece la varita mágica de la derivación a la sanidad privada, previamente concertada. Podemos preguntar a gallegos y madrileños qué tal les ha ido con este modelo.
En materia de educación, bajo el discurso de taza de Mr. Wonderful de que los padres podrán elegir la educación de sus hijos, nos encontramos con la libre elección de los centros educativos. Esto está muy bien, pero se olvidan de mencionar que serán los propios centros los que establecerán sus cupos de admisión, lo que servirá para hacer las correspondientes cribas mediante la exclusión de los alumnos con «perfil bajo».
También nos encontraremos con la equiparación de la educación pública, concertada y diferenciada, donde no sólo nos encontraremos con colegios que separen a niños y niñas y colegios privados subvencionados con dinero público, si no que se le dará el aire de necesidad a la segregación del alumnado gitano e inmigrante… ¿Les suena?
Desde un punto de vista puramente sociológico, esta estratificación social disfrazada de competitividad nos conduce inexorablemente a la desigualdad social, convertida en fenómeno funcional y universal, justificado por las desigualdades individuales. Según este modelo que traen estas propuestas neoliberales, cierta desigualdad es necesaria porque contribuye a que las posiciones más importantes sean ocupadas por las personas más cualificadas.
Pero se olvidan de que con estas medias, serán las élites sociales las que pondrán los límites de acceso a los estratos más altos (principalmente estudios superiores y mercado laboral), agrandando así la brecha social, económica y cultural. La sociedad pasará a ser considerada como lugar de competencia, cuya esencia ya no se encontrará en la equivalencia sino en la desigualdad, caracterizada por Foucault como la condición de ser «igualmente desiguales».
Volviendo al tablero político, la fragmentación de la derecha española y europea nos la han vendido como que «la derecha se rompe» por la llegada de los extremistas. Nada más lejos de la realidad. En el ámbito político y militar, la frase «divide y vencerás» da entender que si tu enemigo se encuentra dividido en vez de unido, será mucho más fácil controlarlo y vencerle.
Pero, en las Ciencias de la Computación, el término «divide y vencerás» hace referencia a la solución de un problema, de un tamaño determinado. Mediante este paradigma se divide dicho problema en un conjunto de sub-problemas del mismo tipo, pero de tamaño menor. Cada sub-problema obtenido en el proceso de división puede ser, a su vez, subdividido siguiendo el mismo criterio. Este proceso se lleva a cabo hasta que el sub-problema actual sea indivisible o hasta que este pueda ser resuelto por un método directo.
Traducido a lenguaje político, las pequeñas victorias te hacen ganar la partida, son la clave. Desde la aparición de nuevos partidos en el tablero, dijimos adiós a las mayorías absolutas tras las elecciones. Entendido entonces el nuevo escenario, la máxima de «divide y vencerás» ya no se refiere a fragmentar al enemigo para que no pueda rearmarse.
Ahora consiste en dividirse y ofrecer al cliente (perdón, votante) lo que quiere oír de forma personalizada: unos ofrecen libre elección de colegios y bajada de impuestos; otros rebajas fiscales; otros van contra inmigrantes y feminazis… Como un holding empresarial con sus correspondientes filiales. Luego basta con sumar para gobernar, dándole a la democracia un falso tono de pluralidad.
Por eso ahora los candidatos escorados a la derecha dicen sus verdades «sin complejos», en un espectáculo televisado y radiografiado en redes sociales para ver quien dice la burrada más grande.
En España tampoco sorprende tanto, ya que lo que cacarea públicamente la extrema derecha, ya lo decían los conservadores por lo bajini. Ahora, la violencia de género, las fake news y la histerización de la sociedad están en el terreno de juego.
Pero no se engañen, una vez alcanzado el poder, el tono histérico de la campaña electoral siempre baja, y el primero en hacerlo es, sorprendentemente, la extrema derecha, para pasar a una moderada liturgia institucional disfrazada de «sentido común».
Lo malo de todo esto es que supone una involución hacia un escenario rancio y desfasado que nos retrotrae a esa España profunda de Torrente que pretendía ser una parodia de la idiosincrasia española que añora un pasado que nunca existió, con un precio que volverá a pagar, entre otros, la comunidad gitana, soportando medidas que fomentan la segregación y que serán vendidas al gran público como necesarias y socialmente avanzadas.
Y con esta derecha en modo DYC, no se extrañen que volvamos a escuchar a Cañita Brava aquella mítica frase de: «¡Torrente, me debes seis mil pesetas de whisky!». Gente sin complejos.