Ven, que te empodero
por Ramón Flores
A medida que avanzamos en el siglo XXI, nuestra sociedad se enfrenta a una creciente complejidad que ha dado lugar a un panorama desconcertante. En lugar de experimentar armonía y tranquilidad, nos encontramos inmersos en un mar de paradojas y extremos, en una era caracterizada por la polarización y los enfrentamientos. No puedo evitar recordar la antigua maldición china: «Ojalá vivas tiempos interesantes«.
Con respecto a este caos, busco explorar uno de los temas recurrentes en la esfera de las redes sociales: «la prueba del pañuelo», que surge cada cierto tiempo, como una tradición, en un debate que suscita una amplia gama de opiniones, especialmente entre los denominados «influencers».
Es indiscutible que cualquier lucha cultural desde una posición de desventaja, como la de las comunidades gitanas, es una batalla perdida antes de comenzar el juego, especialmente si se trata además de una comunidad minoritaria que no sigue la corriente de la ideología predominante de lo que está bien o mal, según los ojos de quien mire.
En el pasado, hemos examinado el fenómeno de este movimiento cuqui, que se camufla como progresista y se autoproclama defensor de los derechos humanos mientras perpetúa un paternalismo exacerbante.
En el contexto de las comunidades gitanas, observamos cómo este falso empoderamiento se manifiesta en las redes sociales, donde se brinda un apoyo incondicional a las personas pertenecientes a minorías étnicas, sobre todo mujeres, donde los «salvadores» blancos asumen roles de superhéroes en su supuesta «ayuda». Sin embargo, este tipo de empoderamiento no tiene como objetivo promover la igualdad, sino más bien preservar las posiciones de poder de los grupos dominantes, tratando a las mujeres gitanas como si fueran frágiles muñequitas que necesitan ser rescatadas.
El tema recurrente que sigue surgiendo en las redes sociales, y que resurge una vez al año, es el de la «prueba del pañuelo». A simple vista, se plantea como una manifestación patriarcal que afecta la integridad física y moral de las niñas y adolescentes que la experimentan. Desde esta perspectiva, y según los opinadores oficiales, la única opción política en un Estado que se autodenomina protector y defensor de los derechos de las mujeres parece ser la prohibición.
Dicho así, queda genial. Una proclama en defensa de los derechos de las mujeres.
- Pero, ¿y qué dicen las mujeres gitanas?
– Pues… ¿qué más da? Eso es una aberración y punto, porque eso es un puto atraso.
– Oye, pero, yo soy gitana y además, estoy en contra de esta práctica, pero, dado que vivo dentro de la comunidad, comprendo (aunque no la apruebe) el motivo detrás de esa práctica y conozco su historia y evolución.
– Da igual, no sois felices así. Estás alienada y denigran tu valía. Ojalá algún día te respetes a ti misma y te respeten.
Esto es un diálogo ficcionado, basado en uno totalmente real en Twitter.
El paternalismo se manifiesta en esta realidad. La sociedad dominante tiene una ideología paternalista, sobre todo cuando la mayoría son blancos y occidentales, y esto afecta a los símbolos e ideas culturales que difunde.
Recordemos, sin ir más lejos, las palabras de la directora de cine Arantxa Echevarría: «O cuenta una paya la situación de la mujer gitana o no la cuenta nadie. Y desgraciadamente tiene que ser una paya porque ellas no tienen voz». Este ejemplo ilustra cómo la autoridad se otorga a aquellos que no pertenecen al grupo en cuestión.
Ya Pierre Bourdieu acuñó el término “hegemonía cultural”, donde la clase dominante impone su visión del mundo a la sociedad, haciendo que parezca más natural y universal.
A esto, lo llamó violencia simbólica.
Es tan simple como transmitir valores, normas, creencias y prácticas que las clases dominantes consideran correctas, por tanto, tienen que ser aceptadas como legítimas y deseables por el resto de la sociedad. Minorías incluidas. Y esto, lo único que consigue es que la gente de a pie, sin saberlo, contribuya a que sólo unos pocos con poder de levantar la voz, mantenga su posición de privilegio y dominio.
Mucho antes, Antonio Gramsci ya instaba a los que estaban instalados en diferentes estratos sociales que crearan su propia cultura, principalmente en sociedades capitalistas, traducidas hoy como sociedades globales. Y proponía que lo hicieran precisamente para cuestionar y desafiar al poder, para construir una contra-hegemonía cultural.
Y esto es exactamente lo que llevan haciendo las comunidades gitanas desde hace siglos.
Con respecto al tema del «pañuelo», resulta curioso observar que la sociedad dominante muestra un nulo interés en el hecho de que esta práctica no es originaria de la cultura gitana, sino que nace en la cultura castellana, ya con la digna señora doña Isabel I la católica, reina de Castilla (que en gloria esté), siendo posteriormente adoptada por los grupos migrantes romaníes como una forma de adaptación cultural. Incluso a muchos les explotaría la cabeza descubrir que, en el noreste de Rusia, los gitanos no siguen esta tradición.
Más cabezas explotarían si supieran que el hecho de llevar oro encima (incluso en los dientes) no es una tradición, sino que se trataba de la forma más sencilla y segura de tener “efectivo” disponible cuando los gitanos viajaban por los caminos y cambiaban frecuentemente de lugar.
El problema es que la profecía auto-cumplida, que se refiere a la situación en la que una creencia o expectativa sobre una persona o grupo influye en su comportamiento, haciendo que se ajuste a lo que se espera de ellos, ha hecho que algunos individuos gitanos crean erróneamente que llevar un cordón gordo o un anillo gigante es una manera de ser “más gitano”, aunque eso ya es otra historia…
Volviendo al tema, es importante señalar que el empoderamiento aparente que se deriva de la participación en el activismo «cuqui» con estas proclamas supuestamente en favor de la libertad de las mujeres gitanas, también está influenciado por el sistema capitalista y, de manera paradójica, por el patriarcado histórico y predominante en Occidente. ¡Ay, las religiones!
Los defensores de estas causas, en su afán de reformar prácticas culturales, pasan por alto la realidad de que muchas de estas tradiciones representan mecanismos de autodefensa y estrategias de supervivencia. La preservación de la identidad cultural se ha convertido en un medio para resguardarse de la violencia, la hostilidad y la supremacía de las sociedades blancas que históricamente amenazaron con eliminar la existencia gitana.
Cuando se alude al «pañuelo», se insinúa que: este objeto es un indicador de la discriminación y subyugación que enfrentan las pobres gitanas, sirviendo como un emblema de la marginación y alienación arraigadas en su cultura maligna…
No obstante, y que quedo claro, no pretendo defender la práctica del «pañuelo» en este artículo. Por una razón muy simple: como individuo, que además no es mujer, carezco de poder de decisión o influencia sobre otros para decirles qué hacer, o juzgar su moralidad. Ni para definirme como juez y parte para establecer los límites del bien y del mal.
Pero, obviamente, nos encontramos ante un patrón que se repite en la historia. Se alza la voz en defensa de la mujer gitana con la intención de empoderarla, aunque lamentablemente, en la práctica, dicho esfuerzo es más una exhibición de virtuosismo moral que un compromiso genuino con su bienestar. Resulta imperativo reconocer que las mujeres gitanas enfrentan desafíos sustancialmente graves para acceder a oportunidades laborales y educación superior, por ejemplo. Además, debemos tener presente las condiciones precarias de vida que subsisten en algunas regiones de España, una nación que se percibe como un ejemplo de libertad y comodidad, pero donde algunas comunidades gitanas aún carecen de servicios básicos como electricidad y agua corriente.
Qué casualidad que este tema nunca se vuelva viral ni genere debate…
Es innegable que siempre prevalece la priorización de un discurso atractivo y morboso que genera una cantidad significativa de aprobación social y muchos “followers”. Esto recuerda a la experiencia de la mujer musulmana en occidente, cuya decisión de usar o no el hijab se ha convertido en un punto de debate y controversia. De manera similar, la mujer gitana se ha convertido en el nuevo objetivo de aquellos que desean ser salvadores de las minorías étnicas.
Es fundamental que se otorgue voz a las propias mujeres afectadas por estas cuestiones para que puedan debatir y decidir por sí mismas, si así lo desean. Sin embargo, asumir que deben hacerlo simplemente porque movimientos bienintencionados lo consideran correcto es reduccionista y contraproducente.
Y es racista.
Y etnocéntrico.
Esta perspectiva es injusta, ya que simplifica cuestiones complejas sin tener en cuenta la diversidad y la voz de las mujeres que experimentan estas realidades.
Es esencial comprender que no se trata de una defensa ciega o un rechazo absoluto de prácticas culturales específicas, sino de situarlas en su contexto histórico, cultural y político, respetando en todo momento la libertad y dignidad de las mujeres que eligen o rechazan dichas prácticas. Las mujeres gitanas no son meras marionetas ni víctimas pasivas de sus tradiciones, sino agentes activos que luchan por sus derechos y su identidad. En consecuencia, resulta imperativo escuchar sus voces y experiencias, sin imponerles un único modelo de feminismo o emancipación.
Y, sobre todo, es esencial recordar que no todos los que tienen una cuenta de Twitter están debidamente cualificados para opinar sobre todas las cuestiones…